Artículo “La escena ausente. El diálogo pedagógico en el inicio institucional de los que llegan al Estado”
El texto que compartimos es una versión revisada del capítulo que Marisa Díaz escribió para el libro El fantasma en la Máquina. Sobre la formación de los agentes estatales, una compilación de Sebastián Abad y Esteban Amador, publicado por Hydra Editorial en el año 2017.
Desde De la Mano pensamos que las ideas del artículo son una contribución para pensar el lugar del Estado y de quienes lo habitan, desde una perspectiva que pone en primer plano la incidencia que sus acciones tienen en la vida de la ciudadanía.
Me incluyo en un colectivo profesional y político que decidió, hace varios años, ser parte Estado, el de todos y el de nadie, el que tenemos y el que deseamos. El que siempre parece estar en “proceso de” … el que evoca un perpetuo inacabado. Pretendo desde este lugar que exista la posibilidad de prácticas disruptivas ante la sentencia vigente de su caducidad.
Ni ágil, ni mínimo… ni omnipotente y ni omnisciente, quiero un Estado presente, activo, garante y promotor, territorio de la concreción de lo común, el lugar de regulación que traza horizonte y dota de institucionalidad a la acción de gobernar. La formación de sus agentes es unos de los caminos políticos más valiosos para lograrlo.
Me invitaron a compartir reflexiones en torno de un provocador interrogante: ¿dónde se adquieren los saberes y disposiciones para ser agente estatal? Decidí aportar a la construcción de una posible respuesta desde una mirada política y pedagógica, desde mi recorrido profesional y laboral en el Estado. Desde allí y solo desde allí, considero que hasta el presente, en términos generales, a ser agente estatal[1] se aprende siéndolo, viviendo la experiencia estatal. Las instituciones educativas por las que transitamos convierten al Estado en objeto de estudio, pero no le dan el mismo status a nuestra potencial incorporación a él. Es casi inexistente un espacio, un momento o un contenido formativo que nos anticipe a qué nos enfrentaremos, si en nuestro derrotero laboral nos convertimos en docentes, médicas, contadores, abogadas o ministros estatales.
Tampoco tengo registro de un interés distintivo del Estado por este tema. He vivenciado decisiones voluntaristas y bien intencionadas que duraron mientras se sostuvo la decisión del gobernante, o hasta que los procesos de resistencia al interior de las instituciones estatales les fijaron fecha de caducidad. De igual modo he tomado nota de decisiones prescindentes de una valoración favorable hacia actividades con algún nivel de formalidad e institucionalidad, orientadas al tratamiento de saberes estatales[2]. En concreto, sea que prevalezca alguna de estas visiones u otras similares, el Estado desenvuelve sus tareas en la convicción de que podrá cumplir sus objetivos si cuenta con recursos materiales suficientes y la experticia de sus planteles para hacer uso de los mismos.
Dicho esto, pareciera que el Estado y sus instituciones no se interrogan con urgencia o preocupación sobre estos saberes al momento de incorporar a sus agentes. La formación en lo estatal, para un puesto estatal [3] se convierte así en un componente relativo y opinable en la vida de la organización, un tema de agenda al que tal vez se llegue si hay presupuesto o un estratega avezado en la conducción de la institución.
Entonces es una cuestión no menor dedicarnos/detenernos a pensar cuándo, dónde y cómo debería formarse un agente estatal, asumiendo que este tipo de formación no es objeto de un tratamiento relevante y sostenido en ámbitos políticos, académicos o incluso dentro del propio Estado.
Desde el retorno a la democracia en el siglo XX, el Estado como institución posibilitó el ingreso de un número significativo de agentes ampliando su territorialidad y capacidad de intervención. Sin embargo, esta apertura auspiciosa y necesaria no ha sido sistemáticamente acompañada ni fortalecida por acciones formativas capaces de incidir en la generación de debates, visiones y nuevas agendas sobre el núcleo de sentido del hacer prioritario del Estado. Persiste una devaluada y/o distorsionada representación colectiva de lo que hace o puede hacer la organización estatal y por ende de los que trabajan en ella. Una representación de la que el propio Estado termina haciéndose cargo y reproduciendo en el tiempo.
Si bien en los últimos años hay experiencias en los sectores de salud y de educación que han intentado avanzar sobre esta concepción de una formación estatal para el puesto estatal,[4] los dispositivos formativos que se diseñaron y se pusieron a disposición basaron su apuesta de efectividad en enfatizar la profesionalización en la tarea, en el puesto de trabajo como condición necesaria para el surgimiento o el fortalecimiento de una nueva estatalidad. En consecuencia, en estas propuestas el eje organizador lo constituyen la revisión y/o actualización del saber experto.
Este posicionamiento implícito en las propuestas deja entrever que la condición estatal es considerada como “un encuadre de trabajo que ya se conoce y no necesita ser revisado”. Puede ser un telón de fondo o un escenario sin poder de marcación; en otras palabras, un suelo para la práctica profesional que está presente pero no es determinante y que posibilita la acción individual o colectiva de acuerdo con factores no regulables. Dicho de otro modo, el Estado es permeable a la formación de sus agentes, pero no necesariamente esa formación termina aportando a una lectura revisada y enriquecida de lo estatal.
Sin detenerme en los supuestos ideológicos de la apuesta del Estado por modelos de profesionalización, diré que el desplazamiento hacia una valoración de los saberes científico- técnicos de los sujetos, en desmedro de otros de carácter ético y político, priva a los destinatarios de una valiosa oportunidad de interacción con las notas constitutivas de su identidad estatal. Se debilita así la posibilidad de ahondar en la reflexión de una construcción que entrame estos saberes y trabaje sobre las implicancias de aceptar la condición estatal, desde una perspectiva de inclusión y pertenencia.
Reconociendo que estos formatos pueden ser útiles para una coyuntura, o para la satisfacción de demandas específicas, prefiero sostener aquí el desafío de idear un proceso formativo. Un proceso que reconozca la condición política, técnica y/o profesional de los sujetos involucrados, que enlace saberes previos y experiencias contextualizándolos en lo que saben y hacen las instituciones; que sea capaz de habilitar la revisión de matrices conceptuales y valorativas sobre el Estado, generando renovadas condiciones materiales y simbólicas para la conformación de un nosotros estatal.
Este nosotros estatal refiere, en primer lugar, a una condición orgánica construida desde la posibilidad de una pertenencia regulada por un encuadre de valores, principios y representaciones compartidas que dan cohesión a un hacer estatal colectivo. En segundo lugar, demanda un posicionamiento ético en relación con lo que convoca y a los modos en que sostiene y ejerce esa respuesta. Finalmente, en el mismo sentido del componente ético, este nosotros responsabiliza racionalmente a los pertenecientes sobre sus prácticas laborales, comprometiéndolos en sus efectos.
Repensar entonces la formación estatal desde la perspectiva de un proceso, de una secuencia incremental, supondría distinguir etapas o momentos para analizar con detenimiento. De esos momentos elijo uno con la pretensión de aportar una reflexión. Me refiero al momento inicial, los primeros pasos, el primer contacto. Desde que nacemos estamos atravesados por las acciones del Estado, nuestras vidas avanzan con el Estado como telón de fondo. Por lo tanto, cuando nos incorporamos a él, no nos es ajeno, pero tampoco cercano, y su esplendor y sus miserias generan un impacto biográfico singular que poco se aborda como objeto de estudio.
Como señalé inicialmente si a ser agente estatal se aprende siéndolo, diré entonces que, producido el momento de la incorporación, es probable que los primeros pasos de este momento de iniciación nos conduzcan a un “intento de encontrarle la vuelta con lo que sé”, con lo que tengo para actuar rápidamente, a los efectos de generar, sin demasiados sobresaltos, una “apropiación de”, un lugar, unas tareas o responsabilidades específicas para las que fuimos convocados, elegidos, designados.
Esa escena de admisión, bastante generalizada por cierto, pone en evidencia la labilidad de ese momento. Sin rituales de pasaje o iniciación de marcada presencia, lo que aparece ante “el nuevo” es una organización en funcionamiento que no detiene su andar por su presencia y que en todo caso hace valer su supremacía para que el “nuevo” sea quien apresure su andar. En esa operación de cambiar el ritmo para incorporarse suelen presentarse dudas o instalarse malestares iniciales vinculados con el no reconocimiento que, de no ser abordados, se acentuarán en el tiempo, durante la carrera estatal, dando lugar a representaciones no siempre pertinentes sobre las posibilidades y límites que la pertenencia estatal conlleva.
Estamos ante un momento que no es inocuo o neutral. Por el contrario, deja huellas, marca la ausencia de la mirada que reconoce y la palabra que invita, deja abierta una puerta de ingreso a la trayectoria estatal que opaca el horizonte y el camino para llegar a él. En mi experiencia se multiplican los relatos de escenas escolares en las que los nuevos docentes llegan y a veces culminan su tiempo laboral sin haber cruzado palabra con el director de la institución, sin haber tenido la posibilidad de que algún par o autoridad que la o lo “vincule con la vida de una escuela pública” y le ayude a analizar en terreno su formación de base, en sucesivos contrastes con lo que será su práctica en una institución estatal. Recibirá indicaciones, consejos, advertencias, pero probablemente no habrá un tiempo particular para que emerja con fuerza y nitidez un nosotros estatal formativo, más cercano a la experiencia vital.
Se trata entonces de un momento particular, irrepetible, usualmente solitario, que suele darse en contextos muy marcados por los procedimientos de admisión, por la bienvenida a las tareas y no al Estado, más centrado en el anticipo esclarecedor de funciones que en una presentación sistemática, cuidada, de los supuestos institucionales que las definen. Por lo tanto, este momento podría ser definido como una instancia que habilita un período individual de búsqueda de “coordenadas” y no una acción sistemática construida por y para la bienvenida estatal a los recién llegados.
Al predominar en esta etapa la presentación de saberes que nos permiten instrumentarlos para la acción, es posible que lo que se necesita saber, por fuera de esos procedimientos, se descubra, se ensaye, se conquiste a través de sucesivas aproximaciones. Así, las motivaciones personales, la intuición o el hacer imitativo de los agentes suplirán lo no dicho, lo no explicitado por el Estado. Serán los elementos que, junto con los procedimientos ya establecidos, darán forma a estos primeros pasos institucionales y, en ocasiones, a las etapas posteriores de desempeño.
Si estos primeros pasos tienen esas características, no sería un equívoco asumir que lo que se enfrenta en esta etapa inicial es, en primera instancia, un problema de habitabilidad, que se complejiza por la ausencia de claridad con respecto a lo que se habita y que solo incumbe a los agentes y no al Estado como organización. Iniciar un camino de desarrollo de aprendizajes estatales relevantes[5] se transforma así en una construcción basada en intencionalidades diversas, sean estas individuales o colectivas, sobre la base de una tarea, un emergente, un conjunto de órdenes particulares, una fragmentación de iniciativas que no dan cuenta de una acción inscripta en una concepción común de principios y prácticas.
Por otra parte, al no asumir el Estado la necesidad de direccionar, organizar y transmitir inicialmente aquellos saberes estatales que hacen referencia al mandato de base, al ordenamiento de los intangibles que sostienen la identidad de la organización, se convierte en un empleador más, en un facilitador de ambiciones individuales, replegando sus intereses y por ende su misión.
Desde esta perspectiva es probable que estén dadas las condiciones para más de un desencuentro entre el Estado y sus agentes. Desencuentro uno: es posible que el Estado, a través de quienes conducen sus instituciones, asuma su potencial condición de enseñante y se encuentre con la resistencia de los nuevos a ser embarcados en la aventura de recorrerlo comprensivamente. Desencuentro dos: podría no estar presente la iniciativa de enseñar ante la búsqueda de los nuevos, transcurridos los primeros momentos de su incorporación, de descubrir lo no dicho, lo no sabido en tanto miembro activo de una organización estatal.
A esos desencuentros o alteraciones sobre lo esperado, ¿podríamos llamarlos lecturas iniciáticas “desajustadas”? Probablemente sí. Ahora bien, ¿en igual grado de responsabilidad del convocante y el convocado? De ningún modo. ¿Por qué? Porque, aunque las resistencias de los agentes fueran fuertes estas son previsibles o debieran ser previsibles para la organización. Por otra parte, renunciar a la transmisión formal de aquello que se constituye en las notas sustantivas de la existencia de la organización implica, a mi juicio, una severa negligencia que pone en riesgo la supervivencia de la institucionalidad estatal que trabajosamente venimos recuperando.
Así pues, estos posibles desencuentros deberían entrar como un ítem distintivo en una agenda de trabajo con los iniciados, a los efectos de evitar lo evitable: distorsiones que dan por supuesto que con o sin mediaciones específicas la inmersión en la vida estatal y el desempeño de los nuevos podrán acontecer sin mayores sobresaltos.
Saber del Estado siendo parte del implicaría una acción institucional superadora de los aprendizajes por impregnación, es decir, del aprender haciendo, en el tiempo, con los jefes o los pares.
En ese caso, lo que se ignora de la institución Estado, lo que no se explicita en las normas, en el puesto de trabajo, en las jerarquías instituidas y las mediaciones formales queda operando en los grises del Estado, casi a semejanza de un currículum oculto.
Los posibles contrapuntos de visiones entre el convocante y el convocado, entre qué enseñar y qué aprender del proyecto estatal, generan a mi juicio una distancia inicial difícil de sortear “naturalmente” en el plano político a lo largo del tiempo, dado que suelen ser posiciones que se cristalizan con facilidad, convirtiéndose en representaciones en conflicto.
Se trata de un conflicto de representaciones políticas que luego se intenta abordar y resolver desde intervenciones no políticas. En efecto, ante la falta de un Estado que direccione, preserve y jerarquice los saberes estatales no profesionalizantes, así como también los modos de transmisión de los mismos, adquiere entidad la preocupación por el problema técnico de las capacidades, lo que ocurre en detrimento de la discusión, el análisis y la posterior intervención sobre los sentidos institucionales que encuadran esas capacidades, en tanto los convocados son miembros activos de una institución estatal.
Esta manera de pensar y abordar el conflicto coloca la responsabilidad de su resolución en el aprendiz, pues las capacidades[6] que el sujeto porta o las que puede desarrollar trabajando se constituyen en su capital de intervención ante un proceso en el que las regulaciones, las jerarquías, las funciones y los pares, los tiempos y los espacios de trabajo van modelando “lo que hay que aprender para saber hacer”.
Frente a esta escena en la que priman sentidos en disputa, cabe la pregunta acerca de si es posible transformar esta especie de monólogos actorales en un diálogo formativo institucional, sólido y esclarecedor. Desde mi concepción de Estado, respondería que es posible e imprescindible que acontezca. No sería deseable seguir sosteniendo que el problema de la formación estatal sea un problema a cuenta y orden de sus agentes o de nadie en particular.
No sería deseable resignar la función formativa estatal, si asumimos que el Estado es el garante del bien común y este mandato requiere de un hacer cohesionado, responsable y de clara marcación de condiciones para el ejercicio de los derechos de la ciudadanía. Un hacer que no se logra espontáneamente y que debe enfrentarse a un desprestigio político, social e institucional de larga raigambre.
En este sentido, me permito señalar que, si bien dentro de la escena de los primeros pasos no suele observarse una estrategia formativa explícita, sistemática y formalmente organizada, el Estado enseña. Ejerce una influencia educadora que tiene efectos en formas de actuación variadas. Expresa asistemáticamente una dimensión pedagógica que marca y direcciona las trayectorias laborales en desarrollo. Incide en la trama de la matriz organizativa definiendo y estableciendo modos de hacer no escritos que la tradición oral de las organizaciones del Estado consagra y transmite en sus voces: “aquí las cosas se hacen de esta forma”, “vos sos nuevo/a, no te preocupes que en un tiempito vas a aprender, mirá, escuchá y te vas a dar cuenta de cómo hacer tu trabajo.”
Paradójicamente, al reforzar en sus voces de manera casi excluyente el apego a procedimientos y regulaciones, el Estado pone en evidencia lo que silencia, lo que deja de lado: aquellos saberes y enseñanzas que refieren a la capacidad estatal de articular un proyecto común, la realización personal de los sujetos/agentes con la realización de los destinatarios de su hacer.
¿Qué sucedería entonces si fuera posible poner en diálogo los monólogos preexistentes y esta dimensión pedagógica abandonara su condición de invisibilidad para ser abordada de manera explícita en espacios formales de intervención?
Algunas experiencias que conozco enmarcadas en esta línea me demuestran que esta tarea es posible, efectiva y enriquecedora. En estas experiencias institucionales (con diferentes escalas, contextos y destinatarios) se hizo eje en una agenda consensuada de objetivos, contenidos y actividades al interior de las instituciones. La discusión hizo hincapié en la dimensión ético-político junto al replanteo de los modos en que una construcción colectiva de carácter formativo puede fortalecer el horizonte de realizaciones a las que se aspira.[7] Algunas de estas experiencias sobrevivieron a la urgencia del resultadismo, y demostraron logros significativos en la aspiración de las instituciones de avanzar desde otros supuestos, en la cohesión de principios y prácticas en un tiempo histórico determinado.
Consideraciones finales
- A mi juicio, poner en un diálogo formativo al Estado con sus agentes supone abandonar la condición de espontaneidad, la iniciativa que se construye desde el emergente o en el momento del reclutamiento. Conlleva superar el evento de capacitación que surge como consecuencia de un diagnóstico situacional y que suele devenir en una acción compensatoria, remedial o preventiva, basado en la representación de la existencia de un déficit o una carencia inicial, un no saber del lugar que se tiene que ocupar, y que requiere ser saldado, atendido, ya sea por demanda de los sujetos o por demanda del Estado, a los efectos de no producir males mayores.
El diálogo formativo que se propone en estas líneas y desde este artículo instala de algún modo una acción sistemática entre el mandato estatal, las instituciones y los sujetos que la habitan, en un potente plano de interacción entre los nuevos y los antiguos habitantes. Es un diálogo formativo que invita a crear tiempos y espacios para que la dimensión pedagógica estatal se haga visible, interrogue, conmueva, direccione y posibilite el encuentro de saberes que se ambiciona. Requiere de escenas menos individuales y más participativas, reafirma la presencia necesaria de un lazo racional y afectivo anudado en la búsqueda del bienestar comunitario, en el discernimiento de las razones políticas que sostienen e interpelan la existencia de una escuela, un hospital una comisaría, un juzgado o un ministerio.
Concretar este desafío aportaría a la reconstrucción del prestigio y la autoridad estatal, hoy socialmente impugnados. Posibilitaría mayor claridad en la decisión de pertenecer o no a sus instituciones, permitiría construir mejores estrategias ante las incertidumbres políticas, económicas, sociales y culturales que marcan el siglo XXI y fortalecería sustancialmente los mandatos del proyecto estatal.
Retomando la provocación de la pregunta inicial señalaría finalmente que la decisión de trabajar la formación estatal en clave de proceso de construcción de saberes y disposiciones no podría eludir su encuadre de origen: pensar el Estado desde el Estado. Con esa premisa entre manos, la formación que se proponga, en especial en el momento de los primeros pasos, debería transitar por instancias de reflexión-acción que de manera recurrente permitan a los participantes leer su cotidianeidad, intentando en esa actividad interpretar lo propio, lo de otros y lo de todos.
Esto supone trascender el armado de una política de formación de recursos humanos y dar cabida a instancias cooperativas que puedan plasmar:
- El reconocimiento de la naturaleza política del encuentro. Se trata de hacer explícita la condición de sujetos políticos de los que se inician en la tarea estatal, y del carácter político del proyecto estatal que los convoca. La acción cumple la función de primera bienvenida que en lo simbólico habilita una primera mediación inclusiva, valorativa e identitaria. Esta mediación pretende inscribir a los iniciados en una acción que supere el formato de ensayo inicial o la consejería. La mediación política que se pretende efectivizar asume que lo que convoca “per se” no necesariamente es asequible al convocado, y que a su vez el convocado necesita ser interpretado e interpelado como un sujeto en un proceso de aprendizajes que debieran develarle gradualmente que no hay haceres estatales inocuos o neutrales.
- El reconocimiento del momento de los primeros pasos como momento iniciático que construye referencias identitarias. Este reconocimiento implica amalgamar dos miradas: como parte de un colectivo y como portadores (todos y cada uno) de diferencias valiosas. Configurar un espacio, un lugar en el que sea posible hacernos en lo común y en igualdad, y a la vez, ser considerados cada uno en su condición singular, irrepetible[8]. Es el momento de iniciar la trama de la pertenencia institucional.
- La construcción de un protegido momento de iniciación basado en la transmisión como pasaje pedagógico de mandatos y saberes. Este espacio puente vincula a los iniciados con contenidos político-estatales diversos e inacabados, propicios para prácticas institucionales de preservación identitaria y a la vez habilitantes para la necesaria e inevitable renovación de la herencia estatal.
- La construcción de problematizaciones particulares que dé cuenta de los universales de los mandatos y de los particulares de los saberes que se juegan en cada desempeño a internalizar y ejercer. Estas problematizaciones suponen el armado de secuencias artificiales de lectura en contexto en las que los iniciados se miran y son mirados por la institución estatal como aprendices protagonistas de un singular proceso de transformación, de una síntesis que deberán elaborar entre sus biografía personales y profesionales y su inscripción en la labor estatal.
- El reconocimiento de la necesidad de abordar y valorar los saberes previos, haciendo explícitos: el repertorio de elementos conceptuales e instrumentales con los que llega y con los que pretende responder a las expectativas de la institución, el desconcierto inicial que puede generar su incorporación, la necesidad de ser aceptado y reconocido personal y colectivamente. Las representaciones y las expectativas que circulan en el colectivo que se inicia en relación a la actividad estatal, etc. Esta explicitación conlleva un minucioso trabajo sobre los prejuicios con respecto al Estado internalizado en las diferentes agencias sociales por las que transitamos antes o durante nuestro paso por el Estado. Lo que se ignora, lo que convoca, lo que se teme, sobre qué se entiende por una práctica estatal, sobre lo que sabe y anticipa de los destinatarios del hacer estatal. Momentos de desnaturalización de los conceptos de posición y responsabilidad estatal, reconociendo límites y posibilidades, tensiones, dicotomías. Espacios habilitados para que este encuentro vincular ocurra y produzca efectos.
El modo en que soy recibido, incluido, nominado, visibilizado por el Estado marca y define formas de actuación, se constituye en un guion que tal vez acompañe toda nuestra carrera en las instituciones. Si bien no es posible “pre formatear” el compromiso profesional y afectivo de quien opta por el Estado, me permito pensar que sí es posible intentar formalmente e institucionalmente no dejar librado al ensayo individual los inicios de esa determinación.
Notas
[2] Al hablar de saberes estatales me refiero a un conjunto de lecturas singulares en contexto. Lecturas sobre las formas que adquieren los mandatos estatales para lograr identidad y cohesión: discursos, gestualidad, organización simbólica, regulaciones y prácticas.
[3] Aquí el término formación estatal se utiliza en contraposición al de capacitación estatal. La naturaleza de los saberes que la configuran, cuestiona las nociones de actualización, perfeccionamiento o entrenamiento implícitos en algunas concepciones de capacitación todavía en vigencia en diferentes instituciones estatales La formación se propone como una actividad institucional diferente que pone distancia y reserva sobre las capacitaciones ad hoc que pretender legitimar pertenencia y participación en la vida del Estado mediante el uso de modelos de intervención de marcado recorte instrumental . Por el contrario, la formación se entiende en este contexto, como un proceso amplio de interacción entre saberes y prácticas diversas que intentan establecer “lo común de la tarea estatal para todos y cada uno de sus agentes”. Se asume como que la lectura de la cotidianidad en sus problemáticas y emergentes vinculando la perspectiva ética política con el desempeño institucional. Podría decirse entonces que la formación entendida en estos términos, dota al agente estatal de condiciones de posibilidad para reconocer y recrear responsablemente los lazos que traman sentido al interior del hacer del Estado.
[4] Una experiencia distintiva en esta línea de trabajo la representa el Programa Nacional de Formación Permanente “Nuestra Escuela” aprobado por el Consejo Federal de Educación Res. 201/13. Un Programa, de alcance nacional, destinado a la formación en servicio y gratuita de directivos y docentes de todos los niveles y modalidades del sistema educativo argentino. Asume como principios estructurantes de toda la propuesta, la tarea educativa como una práctica política pedagógica, y al trabajo docente como una práctica estatal regulada por mandatos expresos a favor del ejercicio pleno del derecho a la educación de todos los niños, niñas adolescentes y jóvenes en edad escolar de nuestro país.
[5]Se consideran aquí como aprendizajes relevantes aquellos que pueden establecer relaciones significativas con otros aprendizajes logrados en otro tiempo, en otras condiciones y en otros campos del conocimiento. La combinación efectiva de nuevos y viejos saberes da por resultado un avance cognitivo en el campo de las representaciones, las interpretaciones y las conceptualizaciones.
[6]Tomaremos el concepto de capacidad desde la perspectiva de un potencial de actuación, de un conjunto de cualidades que portan las personas que pueden ser adquiridas y desarrolladas a lo largo de la vida, con el objeto de interactuar de manera más satisfactoria con diferentes situaciones vitales. Las capacidades tienen un carácter integral e integrador y son la resultante de procesos cognitivos y socioafectivos que se desarrollan en planos complejos de interacción, permitiéndo a los sujetos abordar situaciones de su cotidianeidad con diferentes patrones de actuación. Implican el desarrollo de habilidades para conocer, comprender, interpretar y participar.
[7] El Programa Nacional de Acompañamiento a Docentes Noveles fue una experiencia destinada a fortalecer los primeros desempeños laborales de docentes entre 0 y 3 años de antigüedad que se realiza desde 2006 en 15 provincias y en 79 Institutos de Formación Docente de todo el país. Estuvieron involucrados el Estado nacional, los Estados provinciales, los institutos y las escuelas en las que se insertaban laboralmente los nuevos profesores y centró su labor en el abordaje del tránsito de “estudiante a profesor” que debían realizar los noveles dentro de una institución del Estado. El programa incluía espacios de formación para el acompañante y el acompañado, como así también distintos dispositivos de seguimiento y análisis de las prácticas institucionales y de aula de los noveles.
[8] Esta noción de reconocimiento toma como base los conceptos de reconocimiento por conformidad y reconocimiento por distinción abordados en La vida en común de Todorov, Tzevan. (2008) Madrid, Editorial Taurus.